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Los frijoles de Marta

A partir de las 12 del mediodía, tan puntuales como el programa televisivo que antes podíamos ver, se sienten los pasos escaleras abajo-escalera arriba. En la acera de la sombra, una pequeña cola; sí, pequeña como las que ya no se ven. Hay días que son dos o tres personas, y otros, hasta cuatro.

—Martica, ¿le quedan frijoles? —Es la pregunta reiterada de los vecinos del barrio. —¿Colorados o negros? —es la incógnita que brota de los labios de la señora que inició la venta de potaje para compensar, o completar con su jubilación, un paquete de pollo o un pomo de aceite.

Marta es uno de los claros ejemplos de la mujer cubana: de las que vivieron el antes y el después; de las que defendían el antes y ahora no entienden nada. Desde temprano, el olor de sus frijoles despierta a los compradores. En una esquina de su balcón prende el carbón en una hornilla inventada.

En ese rincón pensó disfrutar su vejez, observando los atardeceres y el vuelo de las palomas. Pero como no entiende nada y no hay tiempo para entender, monta dos ollas con los granos: una en la mañana y la otra por la tarde.  Sus clientes fijos no defraudan, pues cuando sacas las cuentas, es más económico un cucharón de frijoles sazonados que los crudos a 350 pesos la libra.

En la espera te encuentras al más humilde de la cuadra, al más adinerado, a la enfermera del consultorio, al artesano de la esquina. Todos en la misma situación, esperando los frijoles de Marta.  Ella es una de las tantas a las que le sobraron los años laborales. Saca la cuenta más allá de los frijoles, el sazón y el carbón. Saca la cuenta de lo vivido y lo que falta por vivir.

Se niega a que la consuman las horas de apagón. Cuenta una y otra vez su chequera, bien rápido porque es poca; y entonces se anima a escoger sus frijoles. Pues no hay nada más cierto que la cola para los frijoles de Marta.

Por: Lisbel Quintana Castillo, estudiante de Periodismo

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