Acaban de quitar la luz. Estoy en el balcón, un sábado 27 de diciembre, con un cigarro encendido en la mano y un barrio semiapagado en los ojos. Pienso en todo lo que acordé que haría en el 2025 y no cumplí. A la vez, formulo las nuevas promesas para el año próximo. Inicio una especie de flagelación y autoengaño.
Le doy una patada al cigarro. Es un Criollo de bodega. Está demasiado prensado. La picadura se encuentra compacta dentro del papel. Es como fumarse un gajo. En cada calada parece que el humo me desgarra la garganta. El primer compromiso es ese: dejaré de fumar.
Este 2025 lo solté por seis meses. Tal vez lo único bueno que ha provocado la crisis económica que atraviesa el país, como me dijo un amigo una vez, resulta que fumar se ha vuelto un lujo. La inflación cuida mis pulmones. La pluralidad monetaria me salva del cáncer.
Sin embargo, después de medio año lo volví a agarrar. Quizá fue por el estrés de la cotidianidad. Quizá por mi propia debilidad. No sé, realmente; pero este 2026 tengo que poner de mi parte y dejarlo atrás. Ese simple pensamiento, como le ocurre a todos los que cargan con un vicio, me pone nervioso y por tanto le doy patadas al cigarro para calmarme. A la tercera se apaga.
Ellos me romperán el pecho y la paciencia de lo malos que están. Saco la fosforera para prenderlo. La mínima luz de la llamita resulta suficiente para alumbrar mi contorno. Noto la curva de la barriga que surge cuando acaba el pecho, las redondeces que cubren las caderas. He engordado en los últimos meses. Me hago la segunda promesa: debo bajar de peso.
No iré al gimnasio. Eso lo sé. Siempre lo he sabido. No soy un animal de gym. Tal vez haga un poco de dieta. Tampoco es tan difícil. El menú en las casas cada vez se reduce más; a lo mejor no tanto por la cantidad, sino por la variedad. Estoy harto de las líneas de picadillo, de las sobredosis de pollo, de los shoots de embutidos.
Supongo que caminaré para ejercitarme. Siempre lo he hecho mucho; en los últimos tiempos aún más, gracias a un transporte público que se ha vuelto un cisne salvaje, bello y lejano; y el privado, una compañía de lanceros. Puedo imaginar a un motorista con su adarga en el brazo que avanza hacia mí en su caballo de pistones a ensartarme.
Le doy una fuerte patada al Criollo. Toso un poco. Esta basura me va a joder todo. Creo que mi tos se oyó a kilómetros a la redonda. Hay mucho silencio. Solo se escucha la marea de alquitrán que llevo en el pecho y una discusión lejana. Alguien pelea por quién se va a bañar primero y quién después. Comunes altercados de la convivencia.
La gente anda como sensible, la más mínima complicación los altera. Tal vez no sea la mínima complicación, sino la acumulación de estas. El agua. La electricidad. Los alimentos. La carga mental nos consume. Hago mi tercera promesa, la más compleja de todas: no cogeré tanta lucha, no permitiré que la cotidianidad me aparte de mi centro.
Río y se me escapa un poco de humo por la comisura de los labios. Sé que voy a coger lucha. No importa las veces que cuente hasta cien, cuando se vaya la luz y tenga que terminar un texto y me interrumpan, me voy a sulfurar. No importa qué técnica de respiración utilice, después de una cola de cuatro horas para renovar el contrato de gas, perderé la compostura. Pero trataré por todos los medios de que sean solo momentos de molestia y no me amarguen los días.
El cigarro está a punto de acabarse. Siento la punta encendida cerca de los dedos. Restará dos o tres patadas antes de que me queme. Me prometo, entonces, que me pensaré lo de la maestría, una patada, que aprenderé a hacer potajes, una patada, que trataré de querer con la medida justa de intensidad, una patada.
Ya el Criollo está en el cabo. Lo agarro entre el índice y el pulgar. Con un movimiento brusco lo catapulto lo más lejos posible hacia la calle. Contemplo la lucecita roja de su punta encendida, cómo gira en la noche. Me digo que ahí van todos mis deseos, como una chispa de esperanza, de que sí será un mejor próximo año, que sí habrá una versión superior de mí mismo en el 2026.
Por: Guillermo Carmona Rodríguez. Tomado de Girón












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