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Abrir la maleta, cerrar la distancia

En el momento menos esperado las charlas cotidianas de las tardes se convirtieron en realidad. Reunió sueños, recuerdos, lágrimas y fuerza en una maleta y emigró.

En el equipaje llevó a una familia inseparable, las noches tranquilas de sus padres y la preocupación constante por lo que pasaría. Para alguien que jamás había volado, fue demasiado cruzar parte de América del Sur en aviones sucesivos hasta que Nicaragua lo recibió.

De esos días no solo quedaron las turbulencias en el aire, sino también las de la tierra: los malos tratos, los momentos amargos; quedó el río que se hizo famoso durante una temporada y la frontera que te acogía como a un recién nacido, sin nada, desde cero.

Tras la COVID-19, Cuba enfrentó uno de los mayores éxodos de su historia. En muchos barrios las casas vacías superaron a las habitadas. El dolor familiar se convirtió en el único tema de conversación: «Mi hijo se fue, mis nietos se fueron, mis padres llegaron, mis amigos están en México».

Dicen que a todo uno se adapta, pero yo no logro acostumbrarme a que lo mejor que tengo esté lejos. Nadie nos preparó para cambiar abrazos por videollamadas, ni cumpleaños juntos por una mejor economía. Me sostiene su sonrisa al ver cómo sus sueños dormidos despiertan. Entonces aprieto el corazón y contengo el llanto, ese mismo que brota sin aviso en los días en que lo necesito el doble.

Un año después, el estruendo del avión al aterrizar me estremeció. Lo volví a ver, y todo lo malo se desvaneció —aunque solo fuera por unos instantes o por los quince días que lo tuve cerca, tan cerca—.  Hoy hace un año de ese día, y los temas políticos vuelven a separar familias. Los locos que no tienen nada más allá del dinero, dictan medidas que atropellan los corazones, a los que bombean sangre, no a los que son de piedra como los de ellos.

Pienso en mi dolor —otros 365 días de distancia—, y no imagino el de los hijos y padres a quienes un formulario I-220A les niega la esperanza de un abrazo. Pienso en los se quedaron sin nada aquí para ir a por todo allá, y ahora temen regresar. Pienso en mis amigos esparcidos por el mundo, en las promesas que nos hicimos y las risas que resuenan en pantallas.

Pienso en Arjona y su «Puente de 90 Millas», en mi isla que resiste con el esfuerzo de los míos a la distancia. Pienso en mí y en las fuerzas que me sostienen. Pienso en ti. En verte pronto. Hace años que este deseo se repite cada vez que soplo las velas.

Por: Lisbel Quintana, estudiante de Periodismo. Caricatura: Osvaldo Gutiérrez Gómez

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